lunes, 24 de octubre de 2011

El árbol de la vida (The Tree Of Life, 2011), de Terrence Malick


Las alegrías y tragedias de una típica familia estadounidense en la década de 1950 son el punto de partida para que Terrence Malick sobrevuele los sinuosos, contradictorios e inefables caminos de la fe, a través de Jack (Sean Penn), quien se pone a rememorar su propia vida desde la infancia, en la que resalta la problemática relación con su padre (Brad Pitt), hasta la madurez, en la que parece un tanto ajeno a la implacable modernidad de un mundo deslumbrado por la codicia. La película inicia con un epígrafe bíblico que será el eje rector de la historia, cuando Dios pregunta a un contrito Job que se ha atrevido a cuestionarlo:

¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?
Házmelo saber, si tienes inteligencia.
[…]Cuando alababan todas las estrellas del alba,
Y se regocijaban todos los hijos de Dios?

De allí partirá una explicación confrontada entre la gracia y la naturaleza, y además vendrán, mediante escenas que vienen y van como ensueños o flujos de conciencia, los primeros días de Jack, los de la ingenuidad y el amor ilimitado por sus padres, el posterior nacimiento, no comprensible del todo para el pequeño Jack, de sus dos hermanos menores, y también una frase que permeará durante todo el filme: “La vida sin amor sólo pasa”.

Así, sobrevendrá la muerte de uno de sus hermanos, el de talante más dócil, el que podría haber sido músico, tal como soñaba su padre, y Jack, ya un preadolescente colmado de preguntas, cuestionará a la bondad como un camino para ganarse ese concepto abstracto que es el cielo. Las eternas preguntas de la humanidad son entonces como ráfagas de viento ante un universo en apariencia indiferente, lleno de fenómenos físicos que difícilmente podrían explicar el sentido de la existencia por sí mismos, aunque también podría ser que, en efecto, esa sea la única manera de comprender la vida sin volverse loco en el intento.

El maduro Jack hace esa regresión quizás en un intento de comprender su propia vida, la de sus padres, tan distintos como las definiciones de gracia y naturaleza que el filme nos proporciona desde el principio, o, en un plano más cercano a la moral de un niño, tan distintos como el bien y el mal. Y lo hace como una forma de reconciliación consigo mismo, con las personas que han desfilado en ese camino que, como en todo ser humano, desembocará en la muerte. Y que por ello mismo, urge a quien sea capaz de oír, que no deje escapar la existencia en una cotidianidad sin amor, llena de rencores estériles.

Poco se puede hablar de una joya como El árbol de la vida (The Tree Of Life, 2011) sin caer en adulaciones infecundas y enojosas, aunque también se ha hablado de la “lenta” narrativa de la película, típica queja de aquellos espectadores reacios a salir de los estándares marcados por Hollywood. Sin embargo, personalmente creo que es uno de esos regalos que rara vez recibe el cine, en el que podemos acudir, como si fueran las travesías reales de una oración, a los secretos de los mares, los procesos de creación de los planetas, las galaxias, la vida arcaica en la Tierra, y quizás el posible receptáculo de esa voz que ilustra nuestros miedos y frustraciones más íntimos, y que, en cierto modo, recuerda las palabras del cabalista Moisés de León: «Porque la Torá es denominada Árbol de la Vida... Al igual que éste se compone de ramas, hojas, corteza, médula y raíces, y cada uno de estos elementos componentes puede ser llamado parte constituyente del árbol, sin que formen realidades sustancialmente separadas unas de otras, también verás que la Torá contiene muchas cosas interiores y exteriores y todas forman una sola Torá y un solo árbol, sin que se den diferencias... Y aunque se encuentra en las palabras de los sabios del Talmud que el uno prohíbe lo que el otro autoriza, que el uno explica como virtualmente puro lo que el otro tiene por no permitido, que el uno dice esto y el otro aquello, es necesario saber que todo constituye una unidad».