viernes, 5 de abril de 2013

Fausto (2011), de Alexander Sokurov


La leyenda del hombre que, habiendo alcanzado un alto grado de sabiduría humana, busca el conocimiento a través del espíritu oscuro, vio una nueva versión en la película de 2011 de Alexander Sokurov, la última entrega de su tetralogía sobre el poder. Allí Fausto (Johannes Zeiler) es un médico de mediana edad que ha logrado acceder al secreto escatológico de las entrañas humanas con el fin de localizar el sitio del alma, y lo más que ha logrado obtener es un hambre insaciable. Hambre metafórica y literal al mismo tiempo, símbolo tanto de aquello que mantiene en vida a la civilización como de aquello que alimenta al cuerpo y al espíritu. Esa misma hambre lo llevará a las puertas de un extraño y charlatán prestamista (Anton Adasinsky), que beberá sin gestos la cicuta con la que Fausto pensaba librarse de la existencia y lo acompañará a un viaje hacia su propia perdición.

Entonces ambos se convierten en inseparables, y así visitan diversos lugares del pueblo, entre ellos una especie de baño público en el que Fausto verá las extrañas características físicas de su nuevo amigo, como la repulsiva ausencia de pene, o para ser más exactos, la extraña ubicación de su minúsculo pene justo por encima de unas nalgas deformes y elefantiásicas, como si se tratara de una cola; pero principalmente ahí conocerá a Margarita (Isolda Dychauk), una joven de aspecto angelical y epicúreo, capaz de volver loco a cualquiera que aún tenga algo de sangre en las venas y que, a decir de Fausto, podría contener en sí la respuesta que une y separa a la vida de la muerte. El hambre de Fausto se enfocará en el deseo carnal de Margarita y no descansará hasta hacerla suya, sin importar que una oscura tragedia, perpetrada accidentalmente por él mismo, sea la principal ruta de acceso a ese paraíso de la voluptuosidad, y aun cuando para ello deba entregar su alma al malévolo prestamista.

La triquiñuela con la que el alma de Fausto logra escapar del dominio del prestamista/Mefistófeles, que ya parecía definitivo, es más una respuesta filosófica al dilema moral que significa la posesión de Margarita con un crimen a cuestas, que una solución dramática. Fausto termina siendo un espíritu libre que no se detiene ante nada: “Siempre hacia delante” grita libre ya de cualquier yugo, pero lanza el grito a la manera de los dementes, como si aquello pudiera significar la libertad ideológica, sí, pero no sin una buena pizca de locura, de una verdad teñida de una especie de mesianismo ateo, lo que dejará al espectador con más preguntas que respuestas. 

La atmósfera de la película es opresiva, pesadillesca, angustiosa, con escenarios que recuerdan ciertas obras maestras de la pintura flamenca del siglo XV y XVI, y con un Mefistófeles que disloca la realidad cada vez que su presencia se vuelve protagonista mediante un exceso de charlatanería y en momentos con un falso tono de estupidez, espantoso más por un exceso de extravagancia que por su aspecto físico que, aunque sí inspira repulsión, lo hace ver más como un payaso fatalista y cobardón que como un agente de la maldad.

Y aunque en efecto el filme está basado en la primera parte de la tragedia homónima de Goethe, la versión de Sokurov tiene una personalidad propia, más cercana al sarcasmo, si bien un tanto desamparado, que a la catástrofe, más cerca del pedestre discurrir humano que a la fantasía mítica, con todas las penurias que un hombre cualquiera puede padecer en medio de sus infructuosos cuestionamientos acerca de la propia existencia.