jueves, 3 de marzo de 2011

El ilusionista (L'illusioniste, 2010), de Sylvain Chomet


1959. Un ilusionista francés obtiene los mínimos recursos para su subsistencia a través de anacrónicos trucos de magia en un mundo en el que las estrellas de rock comienzan a apropiarse de todo protagonismo. Va dando tumbos cada vez con menos éxito en diversas ciudades de Francia y Gran Bretaña, incluida Londres, presentándose en teatros de variedades en los que su público se reduce a unos cuantos desavisados. En una especie de boda en la que nadie le concede la menor atención, conoce a un escocés ebrio que lo invita a dar una función en la taberna de su pueblo, a lo que el mago accede sin muchos melindres, sabedor de que los mejores días acaso se hayan ido para siempre.

Y entre esos rústicos parroquianos, gozará de un éxito sin brillo, al grado de que Alice, la camarera de la taberna, queda deslumbrada con sus trucos y empieza a verlo como un hombre lleno de poderes sobrenaturales. Así, tras contemplar cada vez con más arrobo los trucos en los que el mago le regala incluso unos zapatos nuevos como muestra de agradecimiento por algunos favores que le brindara Alice, ella decide abandonar su mísera existencia en aquel mísero pueblo y se va con el mago rumbo a Edimburgo, en donde encontrará el amor a costa de que el ilusionista tenga que someter su arte a actividades sumamente pedestres o a una avidez comercial cada vez más salvaje.

Uno debe estar preparado para entrar a un mundo que parece perdido en los basureros de la era posmoderna. El mundo de la ilusión, de los magos y de los extravagantes artistas de varieté. O mejor no. Quizás entrar sin prólogos en esta asombrosa cinta de animación que sumerge al espectador en una época ya extinta (aun cuando la sospechemos oculta en algún recodo de nuestra imaginación) pueda otorgar una mejor disposición para la aventura.

Porque antes que nada El ilusionista es una especie de aventura visual salpimentada con guiños de un humor fresco e inesperado, un catálogo de pequeños detalles que Sylvain Chomet ha cuidado con la minuciosidad de un artesano, algo que mostrara desde Les triplettes de Belleville (2003) y La vieille dame et les pigeons (1998). La anécdota, basada en un guión que dejara el mítico Jacques Tati, de quien Chomet retoma la imagen para caricaturizarla, parecería por momentos pueril o tan sólo melancólica, pero si recordamos que el protagonista es un mago, de esos que extraían conejos blanquísimos de sombreros de copa, de inmediato desechamos la facilidad de la historia de amor o de una cándida, y acaso por ello mismo terrible “escalada social”, para dejarnos convencer por ese hombre que ostenta una sabiduría hecha con la materia de la inocencia, y que deja ir a la chica que se le pegara como una rémora rumbo a una realidad en la que, pese a la aparición del amor “en el momento justo”, la magia no existe de la manera en que ella lo piensa.