lunes, 21 de febrero de 2011

127 horas (127 Hours, 2010), de Danny Boyle


En la Edad Media se concibió una forma de encontrar con cierta facilidad a los culpables de un delito o un pecado: a través de un Juicio de Dios, también conocido como ordalía, en el que el presunto culpable mostraría su inocencia saliendo ileso de pruebas como meter la mano en agua hirviendo, caminar sobre el fuego, estar bajo el agua durante cierto tiempo, etcétera. Si el presunto culpable salía ileso, era considerado inocente, de otra forma sólo podía esperarle la muerte.

¿Y por qué comenzar con semejante alusión? Porque Aron Ralston (James Franco) es un amante del deporte de aventura. Pero porque además tiene la convicción, un tanto arrogante, de que es inmortal y puede hacerlo todo sin ayuda ni compañía. Y con esa convicción sale la madrugada del sábado 26 de abril de 2003 rumbo al cañón John Blue, en Utah. No obstante, parece que no es la primera vez que emprende esa ruta de la misma manera, es decir, sin avisar a nadie acerca de su paradero. Así, deja su auto y comienza un recorrido en bicicleta, llevando algunas provisiones, una cámara de video y equipo para escalar. Incluso tiene tiempo de divertirse con un par de chicas, también ellas aventureras, con las que se cruza en el camino. Sin embargo, en cuanto se separa de ellas, será alcanzado por su destino y deberá sufrir una especie de ordalía de 127 horas tras la que sólo quedarán visibles dos caminos: la vida o la muerte. Cuando intenta bajar por una grieta sumamente escondida, intenta apoyarse en una roca que estaba floja y cae al vacío junto con ella. Milagrosamente sale ileso. O casi. Porque la roca que cayó junto con él le ha dejado atorada la mano hasta el antebrazo, entre las paredes de la grieta y la propia roca.

Y después de numerosos y estériles intentos por zafarse de esa trampa mortal, irá registrando con su cámara de video diversos momentos de los casi cinco días que pasará dentro de la grieta, con lo que él mismo comprobará su desgaste físico y emocional conforme el tiempo transcurra y las provisiones, de por sí escasas, comiencen a desaparecer, algo que lo llevará al límite de sus fuerzas y de su cordura. Y es que, además de la desesperación, será visitado por todo tipo de alucinaciones en las que, literalmente, su vida pasará ante sus ojos: todo lo bueno y lo malo, los momentos felices con su familia en la niñez, a quienes sin embargo, a últimas fechas ya no frecuenta, sin que ello le haya importado demasiado, y también los momentos con su ex novia, de quien se separara por esa misma afición a hacerlo todo en soledad y que en ese momento, se da cuenta, a lo único que lo ha llevado es a encontrarse allí, atrapado y solo, sin que nadie sepa en donde está para rescatarlo. De esa forma llegará el momento supremo y terrible en el que decidirá amputarse la mano para tener una pequeña esperanza de sobrevivir, y comenzar, si todo sale bien, una nueva vida en la que ya no cometerá los mismos errores.

La forma en que Danny Boyle llevó a la pantalla 127 horas (127 hours, 2010), historia basada en lo que realmente experimentara Aron Ralston en abril de 2003, resulta por lo menos deslumbrante. El registro no sólo permanece en el ineludible drama del accidente, sino que, a través de un ritmo visual en momentos vertiginoso, se da espacio para experimentar con un humor disparatado que antes que hacer más ligeros los crudos acontecimientos, los dota de un nivel aún más alto de inclemencia, con lo que el espectador logra hacer empatía con el protagonista desde el desenfado inicial, la oscuridad emocional que permea en la mayor parte de la cinta, y el epifánico desenlace.