lunes, 3 de enero de 2011

El listón blanco (Das Weisse Band), de Michael Haneke


En un pueblo típicamente alemán de inicios del siglo XX, en el que parece reinar la más uniforme cotidianidad, llena de un apego total a la fe protestante, al trabajo y a la obediencia que ostentaban las clásicas figuras de autoridad, de pronto hay cuatro sucesos de los que nadie podrá encontrar un culpable, pero que trastornarán los últimos días de todo un modo de vida un año antes de la Gran Guerra.

Por principio de cuentas alguien puso un alambre casi a ras de suelo cerca de la casa del doctor del pueblo (Rainer Bock), con lo que al ir éste al galope en su caballo, cae lastimándose seriamente la clavícula. Más tarde el hijo del barón será secuestrado y apaleado hasta hacerle sangrar las nalgas desnudas. Habrá un incendio en el granero del barón, y como siniestro colofón, alguien le propinará un tenebroso castigo a un niño retrasado, dejando además una nota de tintes bíblicos con la víctima.

Sin embargo veremos que esos grandes sucesos son en realidad la parte visible de una cotidianidad más sórdida, en la que las figuras de autoridad reprimen a los habitantes en distintos niveles, aunque no siempre con impunidad, originando con ello una serie de comportamientos patológicos que podrían desembocar en atrocidades, tal como en efecto sucede. Los niños, por ejemplo, deben seguir una disciplina de obediencia estricta, en particular los dos hijos adolescentes del pastor (Burghart Klaußner), quienes se consumen en vicios como el onanismo culpable, en el caso de Martin (Leonard Proxauf); o de la vileza disfrazada de bondad, en el caso de Klara (Maria-Victoria Dragus), y por ello su padre los obliga a llevar un listón blanco en el hombro, como símbolo del ideal de pureza al que deben aspirar. El doctor, otra figura de autoridad, si bien por un lado es generoso y profesional con sus pacientes, por otro humilla sin contemplaciones a su amante y prefiere irse por el camino del incesto con su propia hija de catorce años. O el barón, que rige con mano feudal los destinos de casi todo el pueblo, pero que no se preocupa de los individuos, con lo que comienza a ser víctima de odios cada vez más ostensibles.

Ahora bien, la historia está vista a través del que fuera por esos años el maestro de la escuela del pueblo (Christian Friedel), y que para el momento de la narración posee la voz destemplada de un anciano (voz de Ernst Jacobi), quien seguramente es traicionado por su memoria en algunas cosas. Este detalle provee al filme de Haneke de dos particularidades: la primera es que varios cabos quedarán sueltos con respecto a los responsables de los crímenes, ya que sólo sabremos las deducciones del maestro (deducciones que señalan hacia los niños como principales sospechosos de las atrocidades, pese a que sólo se nos muestra un crimen “pequeño” aunque no por ello menos brutal: el asesinato de la mascota del pastor por parte de Klara, su propia hija), hasta que su vigencia se va diluyendo cuando inexplicablemente el doctor huye con sus hijos, con lo que a todos se les hace más fácil culparlo a él que investigar la verdad. La segunda particularidad radica en su propia historia (de amor, por supuesto), la cual servirá como contrapunto de una película que de otra forma sólo discurriría en las zonas del tremendismo y el drama. Desde el principio se siente atraído por la niñera de los hijos del barón, a quien, tras ser despedida cuando el episodio de la paliza al niño, sigue frecuentando hasta lograr pedir su mano. Es casi lo único con una pizca de humor entre las densas tragedias exteriores.

El papel de la fotografía, no sólo en blanco y negro, sino además con un intencionado alto contraste, funciona tal vez como una alegoría de la vida feudal, de la que Haneke hace una crítica áspera y acaso una alusión a las causas de lo que sobrevendría en Alemania en los años posteriores. Pero por otro lado, ese mismo recurso podría ser el punto débil de El listón blanco, ya que la oscuridad y densidad visuales, quizá un tanto exageradas, dejan la sensación de que el filme se estira demasiado para lo que en realidad narra la anécdota, en particular si tomamos en cuenta que la película parece precipitarse en un simple final de epílogo, con la noticia de la guerra como un rasero que habrá de dejar limpio todo lo que antes pasara sin más explicación que la que el espectador pueda encontrar.