viernes, 20 de febrero de 2009

π (Pi: el orden del caos), dirigida por Darren Aronofsky


Maximillian Cohen miró directamente al sol durante varios minutos cuando apenas era un niño. No se quedó ciego, pero a partir de entonces su vista no fue la misma (lo cual se muestra metafóricamente en la propia película, pues todo está filmado en blanco y negro): se volvió un hombre enfermizamente tímido, empezó a sufrir de profundas migrañas y de patologías paranoides, y quizá gracias a eso desarrolló una asombrosa facilidad para las matemáticas, así como una extraña obsesión: encontrar algún patrón en uno de los números irracionales más antiguos de los que se tiene registro: el número π (Pi), del cual sospecha que, además de representar la relación entre las longitudes de una circunferencia y su diámetro, puede esconder la clave de la que se vale la naturaleza para su permanente regeneración.

Acaso lo que más se parezca a esa clave aparentemente irrepetible, sean las cotizaciones de la bolsa de valores. Y por ello Max intenta predecirlas mediante complejos algoritmos que va introduciendo en Euclides, su amada supercomputadora. Un día es abordado por un grupo de místicos judíos, quienes le hablan acerca del sorprendente parecido entre las matemáticas y la Torah, ya que el nombre secreto de Dios, aquel que se guardaba celosamente en la antigua Arca de la Alianza, se perdió cuando fue destruido el templo de Salomón, y consta, según la tradición, de 216 letras acomodadas en una forma misteriosa. A pesar de su agnosticismo, Max no deja de ser inspirado por los comentarios de los místicos, y crea un programa con el que al poco tiempo consigue predecir una pequeña serie de números, seguidos por una larga serie de otros números aparentemente absurdos que ya no tenían que ver con lo que buscaba y que fundirán el procesador de la computadora, generando al mismo tiempo una sustancia viscosa en sus circuitos.

Desconsolado, Max cree que ha fracasado en la búsqueda que lo obsesiona y tira tanto el papel con los números como el viejo procesador. Acude con su viejo maestro, quien le confiesa que él también estuvo obsesionado con π, y que se encontró con las mismas dificultades cuando intentó averiguar un patrón en el número irracional, y que al final sospechó que esos números que provocaban las fallas en los ordenadores, podrían estar mucho más allá de ser sólo errores del software; es decir, podrían esconder alguna clase de secreto fundamental que podría terminar enloqueciendo al propio Max.

Cuando la bolsa cae inesperadamente, Max reconoce algunos de los números que había tirado por creer absurdos. Entonces acepta el patrocinio que le ofrece un corporativo a cambio de que facilite los resultados de las predicciones de la bolsa, cuyo patrón podría representar billones de dólares en ganancias. Pone el nuevo procesador en Euclides y retoma su investigación, la cual poco a poco, lo va hundiendo en un misterioso conocimiento de la vida y su forma de basarse en las espirales: desde el movimiento de una hormiga, hasta las agitaciones que provoca el viento en los árboles. Entonces se verá asediado por la gente del corporativo que quiere a como dé lugar ese conocimiento, así como los estudiantes de la Torah, que están seguros de que Max ha dado circunstancialmente con el nombre secreto de Dios y lo atosigan para que les revele el secreto. Al final, ese conocimiento, aunado con sus cada vez más intensas migrañas orillarán a Max a tomar una decisión radical contra él mismo, lo que dará como resultado un nuevo hombre, mucho más apto para disfrutar de los pequeños detalles de la existencia.

π (Pi: El orden del caos), a pesar de ser la ópera prima de Darren Aronofsky, es ya una película de culto gracias al enigma y belleza que subyacen en el misterio de π y su relación con la vida. Asombrosa por el ritmo, la trama y la fotografía, así como por la gran actuación de Sean Gullette como Max Cohen, un personaje complejo y entrañable, el debut de Darren Aronofsky es aún recordado como un acontecimiento regenerador para el cine norteamericano a finales del siglo XX, empalagado casi hasta el ahogo por los excesos hollywoodenses.